sábado, 9 de junio de 2012

Judith Shklar: Los rostros de la injusticia. Por Juan Carlos Velasco

Shklar, Judith: Los rostros de la injusticia. Herder, Barcelona, 2010 (edición original de 1990). 200 páginas. Traducción de Alicia García Ruiz. Prólogo de Fernando Vallespín. Comentario realizado por Juan Carlos Velasco.

Juan Carlos Velasco, gran amigo mío, es investigador científico del Instituto de Filosofía del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) de Madrid. La filosofía política constituye su ámbito específico de trabajo y dedica especial atención a cuestiones como las políticas migratorias (es editor de un blog titulado "Migraciones. Reflexiones cívicas"), el multiculturalismo, la democracia deliberativa o las concepciones de la justicia global, temas sobre los que versan sus últimos artículos publicados en revistas nacionales e internacionales. Desde aquí mi agradecimiento por tan brillante colaboración en este blog. (Nota del administrador.)


In principio erat iniustitia
Platón ya nos advirtió de que sin una especial afinidad no es posible penetrar en el sentido de bienes tan abstractos como la justicia (Carta VII, 344). Esta consideración concuerda, por lo demás, con una observación bastante común entre los mortales: no sabemos bien qué es la justicia. Esta afirmación es compatible, sin embargo, con el hecho de que todos somos capaces de reconocer las injusticias, sobre todo en sus formas más manifiestas y más aún si nos afectan en primera persona. «¡No es justo!» o «¡No hay derecho!» son frases que todos hemos empleado alguna vez y para eso no hacen falta grandes teorías. La justicia no es una mera idea, algo que queda cabalmente sugerido en el lenguaje natural con la expresión «el sentido de la justicia». Y este peculiar sentido nace de la percepción de la injusticia, así como del dolor y la indignación que de ella se derivan. La injusticia como experiencia fundamental sería entonces previa a la reflexión teórica y no precisaría para expresarse de un discurso analítico ni de una concepción sistemática de la justicia. Más bien sería al revés, pues muy probablemente todas nuestras categorías normativas y, especialmente, las de carácter moral, provengan de la experiencia y la sensación airada de repudio ante lo inaceptable.
No obstante, y pese a la señalada primacía perceptiva de la injusticia, la reflexión sobre la justicia se ha convertido en el tema estrella de la filosofía política contemporánea, especialmente a partir de la obra seminal de John Rawls. La bibliografía al respecto crece de manera incesante, capaz de abrumar al más puesto, de modo que se hace realmente arduo expresar algo nuevo. En ese panorama, la perspectiva que ofrece Judith Shklar (1928-1992) en su libro ya clásico Los rostros de la injusticia, publicado en inglés en 1990 y afortunadamente traducido ahora al castellano, ofrece un grado de originalidad sumamente notable. Este libro (precedido en su edición española de un muy instructivo prólogo titulado “Judith Shklar, una liberal sin ilusiones”, obra de Fernando Vallespín), a diferencia del tono general de la literatura sobre el tema, no se presenta como una construcción conceptual, sino como el análisis de una experiencia vital. Una aproximación a la cuestión que, sin duda, resultará mucho más cercana y atractiva para quien busca orientarse en su actuar diario como ciudadano que las sesudas reflexiones no sólo de Rawls, sino también de sus innumerables defensores y detractores, cargadas todas ellas de un concienzudo aparato conceptual.
Mientras innumerables contribuciones de filosofía moral y política se ocupan de dar con los perfiles de una sociedad ideal justa, Shklar cambia completamente la perspectiva y se pregunta por las formas concretas con las que las sociedades procesan las experiencias de injusticia de sus miembros. La distinción entre desventura e injusticia adquiere en esa indagación una significación especial, pues, por una parte, contribuye a revisar críticamente nuestros juicios morales y, por otra, permite determinar si una distribución social injusta de oportunidades y riesgos ha de ser imputada a causas humanamente incontrolables o ha de ser abordada en términos jurídico-políticos. Según la autora, estas cuestiones no son dirimibles ni por un filósofo ni por un espectador imparcial: su abordaje sólo es posible a partir de la exposición pública que las víctimas de las injusticias hagan de sus propias experiencias. De ahí que Shklar insista en que la misión de la filosofía moral no consiste en elaborar complejas construcciones sistemáticas, sino más bien en colaborar a encontrar las palabras pertinentes para expresar tales experiencias. Cometido propio de la política sería, por su parte, la búsqueda de procedimientos democráticos adecuados para dar voz a las víctimas de las injusticias e intentar aminorar los daños.
Shklar desarrolla estas ideas en este libro articulado en tres capítulos: “Dar a la injusticia lo suyo”, “Desventura e injusticia” y “El sentido de la injusticia”. En su exposición parte de la constatación de una curiosa división del trabajo: mientras que en la literatura y en las narraciones históricas se relatan múltiples actos y situaciones de injusticia, la reflexión de la filosofía se centra casi exclusivamente en la noción de justicia (pp. 47-50). La filosofía ha fallado, por tanto, en «dar a la injusticia lo suyo». A la filosofía le ha interesado poco el dolor de la humanidad. A lo sumo, la injusticia queda descrita como ausencia de justicia y en poco más queda la cosa. Aparece meramente aludida como aquello que se eliminará cuando impere la justicia y es así “despachada rápidamente como un preliminar del análisis de la justicia” (p. 53). En Platón, Agustín de Hipona y Montaigne encuentra nuestra autora excepciones a esa tendencia dominante y los tres formarían parte de “la nómina de la acusación escéptica contra el modelo normal de justicia” (p. 62).

Giotto, La Giustizia,
Capella dei Scrovegni, Padua
El material del que se sirvió esta profesora de Harvard para cumplir su propósito y dar cuenta de la multiplicidad de matices de la psicología moral de la injusticia proviene básicamente de los clásicos del pensamiento político-moral, de quienes era una avezada conocedora. Aunque asentada académicamente en los Estados Unidos, Shklar recurre a una tradición que no es la anglosajona. Además de los ya citados, sus preferencias se vuelcan sobre clásicos franceses, en especial, Montesquieu y Rousseau, con los que siempre mantuvo un intenso diálogo con el fin de entender la política del presente. Por lo demás, sus reflexiones se remiten a casos históricos como el terremoto de Lisboa de 1755, la Gran Hambruna irlandesa del siglo XIX o el incendio del Cocoanut Grove en 1942 (un club nocturno en donde perecieron más de quinientas personas). Las reacciones a estos trágicos acontecimientos y la búsqueda irracional de culpables reales o imaginarios (de chivos expiatorios) le ofrecen una oportunidad para validar sus posiciones. También recurre a ejemplos tomados de la literatura, por ejemplo, relatos de Charles Dickens, Heinrich von Kleist, o E.I. Doctorow, e incluso al análisis de la iconografía clásica (en particular, la obra de Giotto).
El objetivo del libro se presenta en estas pocas líneas: “Simplemente voy a tratar de mostrar que ninguno de los modelos usuales de justicia ofrece una visión ajustada de lo que es una injusticia, porque se aferran a la creencia infundada de que podemos conocer y trazar una distinción estable y rígida entre lo injusto y lo desafortunado” (p. 37). La tarea no es sencilla, pues no existen reglas seguras. La remisión al ámbito de lo político es insoslayable. La política es, entre otras cosas, control de daños y gestión de la injusticia, una ingente labor en la que sin duda un primer y necesario paso consiste en determinar qué hechos se han de clasificar como tales, qué injusticias poseen una significación pública y cuáles han de ser desplazadas a los márgenes de las instituciones. La respuesta de Shklar es enormemente inspiradora: “Yo argumentaré que la diferencia entre desgracia e injusticia a menudo implica nuestra disposición y nuestra capacidad para actuar o no actuar en nombre de las víctimas” (p. 28). Aunque considera que la filosofía tiene poco que decir respecto de las víctimas de la injusticia, al menos debe tratar de no vilipendiarlas y ello implica tener muy en cuenta su experiencia: “La voz de la víctima, de la persona que clama que ha sido injustamente tratada, no puede ser silenciada” (p. 75). Las víctimas no son meros objetos, sino sujetos con voz propia: “No basta con examinar las causas del sufrimiento: la autopercepción de las víctimas ha de ser tomada en consideración para una teoría completa de la injusticia” (p. 76). Son, por tanto, imprescindibles: “Ninguna teoría, ni de la justicia ni de la injusticia, puede resultar completa sin tener en cuenta el sentido subjetivo de injusticia y los sentimientos que nos llevan a clamar venganza” (p. 95). Otorgar primacía a la perspectiva de la víctima resulta crucial: “La suya es la voz privilegiada sin la cual es imposible decidir si ha sufrido una desventura o una injusticia” (p. 151).
La consideración de la víctima es también central para dilucidar una pregunta que atraviesa el libro de Shklar: ¿Podemos olvidarnos de la idea de desgracia fortuita y adherirnos a la idea de culpa? En el segundo capítulo, titulado “Desventura e injusticia”, nos recuerda que la modernidad comienza precisamente con el terremoto de Lisboa de 1755 y la controversia subyacente sobre su porqué, tragedia histórica a partir de la cual Dios desaparece del discurso público como causa de los males experimentados: “Desde ese momento la responsabilidad de nuestro sufrimiento recayó en nosotros y en una naturaleza indiferente a nuestros pesares” (p. 97). Todos necesitamos dar algún sentido a nuestras vidas y ciertas excusas fáciles como «la vida es injusta» ya apenas convencen y su posible efecto balsámico se disipa al poco: “hasta un mundo injusto nos resulta más soportable que un mundo sin sentido” (p. 105). El fatalismo cósmico – la idea de un destino escrito en las estrellas – cede ante la indignación más terrenal: “Porque la idea de un mundo arbitrario, azaroso, es dura de soportar y, desolada, la gente comenzará a buscar agentes humanos responsables” (p. 29). Dado que también “la responsabilidad impersonal, compartida, enmarañada y sin un rostro es ardua de soportar” (p. 112), personalizar la culpa y la consiguiente puesta en marcha de mecanismos como el linchamiento mediático o del chivo expiatorio constituyen respuestas habituales no exentas de funcionalidad. Así parece que la injusticia adquiere cierto sentido y se hace más llevadera.
En todo caso, la duda no sirve de excusa: “Que algo sea obra de la naturaleza o de una invisible mano social no nos absuelve de la responsabilidad de reparar el daño y de prevenir en la medida de lo posible que vuelva a suceder” (p. 102). El caso de la Gran Hambruna irlandesa nos ilustra del uso de la ideología “para tratar la injusticia pasiva como una desventura, a base de imponer un sentido de inevitabilidad trágica sobre los acontecimientos que son puramente susceptibles de ser modificados por la acción humana” (p. 124). Muchas veces las razones de necesidad invocadas por los políticos son menos irresistibles de lo que parecían: “Incendios, inundaciones, tormentas y terremotos todavía se reconocen como naturales e inevitables, pero se espera que el gobierno advierta, proteja y alivie cuando éstos ocurren. [...] El impulso a culpar con todo lo que de infundado e irracional pueda tener, no es, sin embargo, intrínsecamente irracional” (p. 116). La salida propugnada por Shklar es constructiva, además de eminentemente política: “Todos somos la obra de la naturaleza y de la historia, no sus víctimas pasivas. Todos podemos hacer un esfuerzo para darle la vuelta a la desventura, verla como una injusticia y actuar en consecuencia” (p. 120).

Judith Shklar
Otra de las reflexiones más sugerentes de este libro gira en torno a la noción de «injusticia pasiva», que Shklar retoma de las meditaciones de Cicerón sobre la justicia. El jurista romano partía de la observación de que “la injusticia florece no sólo debido a que las normas de la justicia son conculcadas a diario de manera activa por la gente” (p. 81). Según Cicerón, se puede ser injusto en dos sentidos: de un modo activo, en cuanto uno infringe directamente la ley con sus acciones, lesionando el estado de derecho, pero también uno puede ser injusto pasivamente, cuando el individuo –por desidia, desinterés o egoísmo– permite a causa de su inacción que se atente contra el derecho de los otros o contra el orden constitucional. Shklar hace suyas las palabras del autor de Los oficios (lib. I, cap. VII): “Quien no evita o no se opone a lo malo es tan culpable como alguien que desertara de su país”. Cabe así hablar de contribuyentes inactivos de la injusticia, una observación estrechamente vinculada a una noción muy exigente de ciudadanía republicana: “Es importante señalar que la injusticia pasiva es una noción estrictamente cívica. No necesita el apoyo de ninguna filosofía moral, de ningún utilitarismo, ya sea positivo o negativo, de ningún contractualismo ni de ninguna deontología” (p. 83). La injusticia pasiva se refiere a aquellos casos en los que el individuo renuncia al ejercicio de la ciudadanía, cuando pudiendo actuar en defensa de quien es ofendido o agredido, prefiere ocuparse de sus propios asuntos. El pasivamente injusto se desentiende de ejercer sus libertades: “Es responsable de apoyar y servir a malos gobiernos y en la vida diaria de permitir el engaño y la agresión. El mal que causa a sus víctimas no consiste sólo en asaltarlos directamente, sino en ignorar sus reclamaciones. Prefiere ver sólo mala suerte allí donde las víctimas perciben injusticia” (p. 94). La injusticia pasiva adquiere así carácter político: “es una falta cívica, no un pecado ni un crimen. Se refiere a demandas de nuestro papel político en una democracia constitucional, no a nuestros deberes como hombres y mujeres en general” (p. 162).
La injusticia presenta otras caras no menos relevantes en el ámbito mismo de la política. Shklar se detiene, en particular, en la exclusión política que experimentan hoy algunos individuos incluso en países democráticos. La desigualdad política también puede ser codificada como una experiencia de injusticia. En este punto, más que las conocidas convicciones liberales de la autora, asoma su trasfondo eminentemente republicano: “En cualquier momento histórico resulta dudoso que algún régimen pueda seguir siendo justo si los ciudadanos no toman parte activa de su vida pública” (p. 171). El activismo de los ciudadanos no es un riesgo, sino una garantía para la salud de la república. Las víctimas de un sistema que excluye podrán resignarse en un primer momento, pero también podrá crecer en ellos el resentimiento. La decisión de almacenar en casa combustible inflamable siempre será una decisión irracional, como observa Shklar. Y si fuéramos conscientes de ellos, “no deberíamos ignorar los costes políticos de una cólera organizada” (p. 94). No obstante, siempre hay un remedio disponible: “La manera democrática más drástica para sofocar el sentido de la injusticia es permitir a los ciudadanos que hagan las normas” (p. 172), esto es, que participen en igualdad de derechos en el proceso político. Y para ello resulta completamente indiferente que los residentes, como en el caso de los inmigrantes, no sean formalmente ciudadanos.
Shklar no presenta grandes aparatos teóricos ni resuelve todas las preguntas que plantea, pero con frecuencia logra cuestionar nuestros juicios más habituales. Pese a su aparente modestia, ha dejado una impronta aún reconocible. En el marco de la prolija literatura filosófica sobre el tema de la justicia, Shklar fue pionera a la hora de señalar que la especial sensibilidad adquirida mediante la experiencia de la injusticia representa la via regia para acceder a la comprensión práctica de la justicia. Aunque en un principio esta senda no fue muy transitada en medios académicos, dos décadas después de la publicación de Los rostros de la injusticia resuenan sonoros ecos de esa idea en dos relevantes filósofos contemporáneos. Así, Amartya Sen ha subrayado la primacía de la experiencia de la injusticia sobre el tratamiento especulativo, trascendental e institucionalista de la justicia. Lo que debe priorizar la preocupación por la justicia es “la eliminación de la injusticia manifiesta, en vez de concentrarse en la búsqueda incesante de la sociedad perfectamente justa” (La idea de justicia, Madrid, Taurus, 2009, p. 289). Insiste en que, en cualquier caso, para resistirse a la injusticia no es preciso disponer de una definición de lo que es la justicia. Reyes Mate, por su parte, además de destacar la prioridad tanto histórica como lógica de la injusticia sobre la justicia, reivindica el «deber de memoria» para hacerla operativa moral y políticamente: “Sin memoria, la injusticia deja de ser actual y, lo que es más grave, deja de ser” (Tratado de la injusticia, Barcelona, Anthropos, 2011, p. 28). Ambos autores certifican, cada uno a su manera, la fecundidad de las ideas sembradas por Shklar.


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