lunes, 13 de julio de 2015

Álvaro Pombo: Vida de San Francisco de Asís. Por Fernando Vidal

Pombo, Álvaro: Vida de San Francisco de Asís. Y un prólogo político. Ariel, Barcelona, 2015. 197 páginas. Comentario realizado por Fernando Vidal (Universidad Pontificia Comillas, @fervidal31).

Álvaro Pombo reedita su San Francisco de 1996 porque cree que en estos años el franciscanismo político impulsa las primaveras del papa Francisco en la Iglesia o de partidos políticos como Podemos en España. Pobreza, honestidad, sencillez, ecologismo, unión con la gente… son algunos de los componentes imprescindibles para la regeneración. Pero el libro es una intención religiosa derivada de su interés por las vidas de santos. Su San Francisco es mucho más que un digno esbozo de su espíritu: es un programa del cristianismo. Llega Francisco en el momento del apagón de Dios; como una llama inesperada que iluminó su siglo. Una alegría encarnada que llegó a la pobreza absoluta por exceso de entrega, que alcanzó la lejanía uniéndose fraternalmente a las cercanías, una pobreza que negaba el orgullo de la virtud, una obediencia que era sumisión insumisa, una fraternidad que hablaba locuazmente por los codos, comunicaba su alta locura bajo el aguacero y no tenía vergüenza de apasionarse, el exigente atrevimiento de vivir en carne viva la cruda realidad. Pombo se pregunta sobre la posibilidad del hombre para retornar a la inocencia primera y hacerlo por el no-poder. El San Francisco es un milagro de la condición humana y la bisagra que en los 90 hace pasar su obra de un esperanzado pesimismo a una asombrada interioridad.

El franciscanismo político

“San Francisco se halla en el centro del mundo cristiano y, por tanto, del mundo occidental” (p.179). Esta reedición del San Francisco de Pombo “tiene claramente una intención política: descubrir la vigencia del Santo de Asís a través del prisma de los derechos políticos que podemos y tenemos el derecho a exhibir con orgullo todos nosotros” (p.23). No es una simple republicación sino que clava ante la puerta de su libro una nueva lectura del franciscanismo. Es una reedición, aunque no toca una coma del antiguo texto. Reedita su San Francisco enmarcado en un prólogo político que le da otro alcance. Siendo la pintura –o la escritura- la misma, el marco que la encuadra le abre nuevos significados y explícitamente se convierte en una reivindicación en el mundo actual.

En 2014, Pombo se extasía con las primaveras religiosas y políticas que contempla en nuestra época, pero a la vez su escepticismo histórico le pesa y se rinde a que esa inocencia revolucionaria. Por un lado Pombo se entusiasma con el Papa Francisco, en el que distingue un cristianismo que quiere “acercarse a su fundamento”, que es la imitación de Cristo. Por otro lado, contempla el asombro primaveral de los nuevos partidos políticos regeneracionistas como Podemos, que, a Pombo, le parecen muy próximos al fransciscanismo político. “Los movimientos políticos emergentes me han fascinado siempre”, también los escritores viven en estados de máxima alerta y emergencia. Esto ocurre también en los estados de conversión, ya sea religiosa o incluso amorosa” (p.18). Recordemos que el mismo autor se ha comprometido intensamente en esa emergencia de activismo político regeneracionista a través de su compromiso con el partido Unión Progreso y Democracia, UPyD, con el cual se presentó a senador en las elecciones de 2008.

Ese movimiento de época formado por el Papa Francisco, el regeneracionismo político -o incluso las primaveras árabes de esta década de los años 10-, le parece que tiene una inspiración franciscana que reclama la simplicidad del humanismo y la honestidad de la sencillez. Reclama el franciscanismo político, elogio de la pobreza y la carencia de bienes como una virtud política, lo que Tomás Aguerre llama “el honestismo”. Cree que en los movimientos de transformación humanista “la inspiración franciscana, su sentido de la fraternidad universal, su fuerte validez ecológica… ha sobrevivido como una presencia aurática en el imaginario político…” (p.15). Hace suya la lucidez de Robert Van Der Gucht: el gran desafío es apoyarse en un acto inaugurador sobre los residuos.

Sin embargo, Pombo es consciente de que el cambio real requiere “pasión fría” (p.20). Si los garbanzos no se ponen a remojo un día antes –dice Pombo a una hermana franciscana-, al día siguiente cuando se cuezan quedarán como “balines”. “La ira, o la indignación, es un sentimiento positivo que requiere de un control inteligente” (p.20). Teme que estas primaveras conocerán el otoño. Recordemos los tonos de “pesimismo esperanzado” que caracterizó las novelas de Pombo hasta los años 1990. Esos tonos son quizás los que le llevan a que “sus intentos de regeneración, nos parezcan a la vez poéticos e imposibles, es decir: utópicos. E inclinamos sombríamente las cabezas, pensando: nos deslumbrará, pero fracasará” (p.12).

El San Francisco de Pombo

En 1989 la Editorial Planeta encargó a Pombo escribir un libro sobre la vida de un santo. Pombo tenía “un antiguo interés mío por las vidas de los santos” y vio la posibilidad de “sacarle unos dinerillos” a dicho interés. Pero internarse en Francisco extasió al escritor -“arrastrado por esta preocupación de empatizar con el franciscanismo primitivo” (p.15)-, quien, como Rilke, dice del santo de Asís que “para su corazón tan claro no había fin”. Se dio cuenta de que no podía escribir este libro de cualquier forma sino que tenía “que comprometerme yo en persona” (p.181). De hecho, en esta biografía-exploración, Pombo asume la voz narrativa plural de los hermanitos franciscanos y se convierte en un miembro más de esa primera fraternidad. Entonces descubrió que “Francisco es más fácil que el pan y el agua y claro como el sol” (p.188). Pombo pretende que su libro pueda ser “un relato completo y digno del fascinante personaje que fue Francisco de Asís” (p.179) y consigue un boceto asombroso y fascinante de su espíritu. “Me alegra poder incorporar mi nombre a la larga lista de escritores, historiadores y filósofos que han escrito vidas de santos” (p.179), se enorgullece el autor.

Cuando se aborda una figura que, como Francisco, es todo un mundo, uno sólo puede narrar su viaje por ese mundo. Difícilmente puede abordarlo todo pues hacerlo requeriría toda una vida o varias generaciones de estudio, amistad con el personaje y comprensión. Pombo nos cuenta su viaje, los pasajes que le cautivaron, los énfasis y visiones que le llevaron al corazón franciscano, su experiencia. Su perspectiva no era biográfica ni épica sino que “la intención del libro era religiosa… hacerse cargo del pensamiento religioso de san Francisco religiosamente”. Pombo se identifica con la opinión de Michel Houellebecq cuando dice “creo que existe una necesidad de Dios y que el regreso de la religión no es un eslogan, sino una realidad que está claramente en ascenso” (p.21).

Álvaro Pombo –escritor, poeta y académico de la Lengua Española-, es fiel en este libro a un estilo propio que él definió como psicología-ficción. Su relación con el catolicismo es entregada y cautelosa a la vez. Creo que se prefiere adscribir como cristiano dentro del catolicismo más que como católico dentro del cristianismo. En la segunda parte de su vida como escritor ha ido emergiendo una preocupación e investigación más explícita por la dimensión espiritual y el acontecimiento cristiano. Su San Francisco tiene mucha importancia pues tiene un papel de bisagra entre las dos partes de su literatura. A Pombo le caracteriza un pesimismo histórico propio del imaginario de la cruz, pero a la vez atravesado por el rayo de lo invencible y la poética del bien que hace sus obras más luminosas a partir de El metro de platino iridiado (Barcelona: Anagrama) de 1990 -ganadora del Premio Nacional de la Crítica-. Desde entonces, ha publicado varias obras de interioridad cristiana: en 2006, La fortuna de Matilda Turpin (Barcelona: Planeta), Premio Planeta; en 2009, Virginia o el interior del mundo (Barcelona: Planeta); en 2012, El temblor del héroe (Barcelona: Destino), Premio Nadal; o en 2013, Quédate con nosotros, Señor, porque atardece (Barcelona: Destino), sobre la vida de seis monjes trapenses en el convento de El Pelagratal, al Sur de Granada.

El no-poder de la entrega

La biografía comienza en la celda de agonía de San Francisco, acompañado por sus hermanos. Allí comienzan a recordar y comprender su vida, viaje en el que les acompañamos. Estamos en el siglo XII y Pombo ha unido sus dos pasiones: la fenomenología y la historia medieval. Explora el interior del santo y él mismo se pone –asumiendo la voz plural de los hermanitos alrededor del moribundo- en esa celda donde ocurre lo fundamental. Fenomenológicamente, el autor entiende que “sólo hay dos lugares, todo el universo dividido en dos partes: el interior, la celda donde yace el hermano Francisco… nuestro interior, adonde vamos y de donde venimos, ahí entramos y de ahí salimos, al otro único lugar que hay y que es el universo  entero: el exterior, la primavera brillante, achubascada, de altos cielos muy fríos aún… en el filo de la escalofriada primavera del mundo” (p.25). Esa celda interior es “el interior de nuestra inspiración religiosa y nuestras vidas… Retrocedíamos al interior de nuestra niñez, al rincón del sollozar, a los escondrijos e los animales domésticos, en los caseríos donde nacimos…” (pp.25-26).

Les acompaña “la hermana muerte, que no es alegre sino ciega, sorda y muda... no obstante ser una hermana sigilosa y velada, era diligente y discurría… señales de sí misma en el cuerpo deshecho del hermano Francisco” (pp.26-28). Juntos, tratan de comprender qué ha sido ese hombre que ahora se les va de las manos. “Nos reuníamos y recorríamos los hechos de la vida del hermano con la intensidad de las hormigas” (p.66).

Álvaro Pombo
Francisco llega a la historia en un momento que para Pombo podía ser el actual, un mundo en el que unos viven sin Dios y otros lo usan. “Cuando empezamos, el temor y el amor de Dios estaban por todas partes como apagados… Es más, era considerado como necedad, Los ojos que nos miraban… relampagueaban… por la soberbia de la vida” (p.40). “Dios era una calcomanía, una huella que conducía como mucho al clero… Dios y el amor de Dios eran sólo una manera de hablar… Dios hasta entonces era un huevo sin abrir, un tópico sin desventrar, una gran palabra vacía y repleta. Dios era un recurso retórico en las invocaciones. Dios era un falso techo de las nuevas catedrales que aparentemente eran… aspiración petrificada” (p.68). En ese invierno, “Francisco fue ese único verano desmesurado y asequible, diariamente incomprensible y transitable sin embargo, como las cocinas de las casas en la lejana infancia” (pp.105-106). El pueblo quería otra cosa, esperaba otra cosa, tenía esperanza en algo genuino y cuando llegó lo reconocieron súbitamente. “Esperábamos lo inesperado: por eso lo reconocimos cuando se instaló entre nosotros” (p.31). Francisco es la “alta locura” (p.30), un asombro.

El autor va siguiendo la trayectoria de Francisco y desgranando aquellos aspectos que le parecen vitales para su modo de cristianismo. No se trata tanto de un qué creer como de un modo de hacerlo. “Lo interesante no es preguntarse qué creía, porque creía lo mismo que los demás, sino preguntarse cómo creía él” (p.126).

Francisco proponía una pobreza cuyo desprendimiento dejaba ver libremente la realidad e incluso se desposeía del Ego mismo. No querían tener nada porque “si tuviéramos posesiones necesitaríamos armas para defenderlas”, quieren vivir “sin romper nada, no poseíamos nada, no alterábamos nada. El mundo, las cosas, los animalillos, los cacharros… los gatos, las palomas confiaban en nosotros” (p.41). “Tan libre, tan sin nada, tan de veras pobre [era nuestra mirada], que al vernos reflejados en la superficie espejeante del mundo, ya no decíamos, porque ya no lo deseábamos: ahí estamos nosotros, sino: ésos son. Nos daba igual, pero no por defecto sino por exceso” (p.41). No era una negación de las cosas y del mundo sino una entrega sin límite ni condición a las cosas y al mundo, fraternalmente: una pobreza por exceso de darse. “Se acercaba y se alejaba a la vez de este mundo que es común a todos: en esto difería de los eremitas que se separaban de todo el mundo… El hermano  Francisco, desde un principio, nos hizo ver claramente que se trataba de alcanzar la lejanía sin salir de nuestras cercanías. Y eso era sorprendente –atenernos a la forma del Evangelio en las cercanías-“ (p.82).

Era un tipo de pobreza que expulsaba hasta el propio orgullo de ser pobre, que no lanzaba esa pobreza contra nadie, que se negaba a poseer hasta a la propia pobreza como idea o identidad. “Pido… que no sean más soberbios cuanto más pobres son y se insolenten contra los demás” (pp.122-123). Por eso era una pobreza simple y alegre, sin pretensión ni ideología, una pobreza que no se hacía arma ni discurso, una pobreza que se negaba al título de virtud.

La alegría era una manera de vivir, era indispensable. Reconvenía “con firmeza a los que exteriormente se mostraban tristes… Quería decir que las obras, incluso las buenas, si no aparecen realizadas de buen grado y con fervor, engendran tedio, más que estimular el bien… No quería ver caras tristes” (pp.82-83). “Era el mismo Francisco que derrochaba su alegría como Dios derrocha su alegría en las flores de los campos por ejemplo… y en las ranas y otros animales, y en todos los colores sin finalidad ninguna. Sin más finalidad que la prodigalidad del Creador” (p.84).

Esa entrega y escucha entregada era la clave de cómo entendían la obediencia. “Con el hermano aprendimos que la obediencia era una sumisión insumisa, y más una manera de escuchar los dictados del Señor y de escucharnos unos a otros… que un abandonar… nuestras opiniones y renunciar a la propia voluntad... Para que la obediencia pudiera ser insumisión, había que arriesgarse a la algarada, a la discusión, al tumulto” (p.85). Su modo de entender esa sumisión y obediencia era la libertad: la libertad de entregarse sin medida, sin salvaguardar el yo. Somos lo que damos, no lo que decimos y guardamos. Para el Francisco de Pombo, “servir es ser libre” (p.43).

Pombo admira el franciscanismo que no se esconde del mundo sino que es comunicativo, puro arte expresivo, desvergüenza del decir, una reacción inmediata al contacto y tacto de Dios. “Francisco… nos enseñaba a charlar por los codos… una hora de charla era una hora de oración también… Hablar siempre es un poco un desliz… Hablábamos tanto que nos oyeron con igual claridad los grillos y los príncipes, los ángeles y los ratoncitos gríseos de las paneras” (p.86). Ese hablar no era proselitismo ni propaganda, verborrea ni exhibición, sino el jaleo de la comensalidad que no deja de llamar a la gente a que se siente a una mesa que a veces llaman eucaristía aunque lo es siempre. Francisco es una simplicidad que no busca convencer sino unirse en la propia vida cruda con todos los hombres y criaturas. Una imagen inicial recuerda Pombo, hecho uno de esos hermanos menores de primera hora: ante el conflicto entre los dos líderes de Asís que iban a chocar con sus seguidores en la plaza de la ciudad, Francisco y sus hermanitos comienzan a cantar con los ojos en el suelo un son simple –hecho sólo de dos estrofas binarias para que cualquiera de los simples lo pudiera seguir-. Las muchedumbres que seguían a cada líder se preguntan, “Éstos cantan, ¿qué cantan? Hasta que de pronto, desde dentro del vientre del anónimo corazón de los reunidos en la plaza… empezó a brotar como una yerba fina muy clara un murmullo que nos copiaba, fascinado, imantado, cada vez mayor, que crecía, un talo cada vez más verde, más claro, más alto. Las poderosas hojas de todas las voces de aquellos que cantaban lo mismo que nosotros. Y levantamos los ojos del suelo…” (p.32). “No hay nada más franciscano que esta cabezonería de vivir según la forma de vida del Evangelio y de romperse la crisma, si hace falta” (p.17).

“El bienaventurado Francisco era un exteriorizador de sus sentimientos, un payaso, canturreaba en francés la melodía espiritual que fluía en su interior: A veces cogía del suelo un palo, lo apoyaba en el brazo izquierdo, y tomando otro palo en la mano derecha lo rasqueaba a modo de arco como si fuera una viola u otro instrumento, mientras, acompañando con gestos aquel musiqueo inaudible, cantaba en francés al Señor Jesucristo. Y todo este regocijo terminaba por fin en lágrimas y el júbilo se deshacía en compasión por la pasión de Jesucristo. Y para colmo aún mayor de ‘payasada’ sagrada y profana… se quedaba absorto mirando al cielo… Y el hermano Francisco era entonces sumiso como una cosa madurada hasta ser realidad pura: aun auténtico ‘ser-ahí’ que veía lo abierto” (p.81). Nos conmueve el Francisco bajo la lluvia rezando confiado y entregado. “Un día… llovía a cántaros y cuando quiso rezar las horas estaba ya calado hasta los huesos y nosotros también… y recitaba el oficio con tanta reverencia, de pie en el camino, expuesto a la continuidad de la lluvia azarosa, tal como si estuviera recogidito y seco en una iglesia o en una celda…” (pp.81-82).

Ese diálogo y fraternidad con la misma vida y materia descubre el secreto de la Encarnación. Por eso el franciscanismo es entrega a la propia vida, es ser cruda vida más que identidad. “No necesitábamos decir ‘ser franciscano es ser así’. Pies el ‘ser así’ y el ‘ser ahí’ de nuestras vidas coincidían sin hiatos” (p.50). “Los lentos jerarcas encadenados a sus ropas talares y a sus sillones de ébano y madreperla… no entendieron que Francisco no quisiera fundar nada, que su atrevimiento no… tenía por objeto a su propia persona… Su aliento creador fue más atrevido que la vida. De aquí que su mayor audacia, su originalidad religiosa, fue como un soplo que pasa imperceptiblemente” (p.55). Francisco quería que su experiencia de fraternidad “permaneciera en lo abierto, definida en su indefinición como un acto de creación perpetua. Porque lo que amenaza… esencialmente al hombre [es] el estar persuadido de que el elaborar técnico, las taxonomías y clasificaciones, ponen el mundo en orden. Siendo verdad más bien lo contrario: que ese orden destruye todo ‘ordo’, es decir, toda jerarquía, porque… el organizar lo achata todo, eliminando una posible originaria jerarquía y reconocimiento del verdadero fin de todos los órdenes” (pp.78-79).

“Nuestra primera forma de vida [era] tan fácil recordarla de memoria que no hizo falta ni escribirla” (p.86). Pero cuando creció el número de hermanos se produjeron los procesos de institucionalización y degradación del proyecto original. “Querían una identidad. Pero la libertad del hermano Francisco era mucho más áspera e inaccesible y sencilla que la más dura reglamentación conventual que haya podido concebirse. Se expresaba en aquel inicial libre abandono…” (p.136). No era un abstracto y general “¿Qué quieres que haga, Señor?” sino, en ese mismo momento, en la tarde en que se viviera, “¿Qué quieres, Señor, que hagamos ahora, ahora mismo, esta tarde?” (pp.136-137). No era un más allá de principio divino sino relación con Dios viva, un mismo ahí.

Ese principio fenomenológico de “a las cosas mismas”, al mismo ahí, al ser-ahí, es lo que lleva a Pombo a gustar de “las vidas de santos”, de las personas más que de los saberes. “No, no son la filosofía, ni la ciencia, ni la teología las que aumentan o disminuyen la esperanza de la fe que tiene todo cristiano en la Palabra de Dios. No son las andaderas sino las personas concretas quienes sustancian la esperanza de la fe en la Palabra de Dios” (p.125).

Pombo consigue un Francisco cautivador, que provoca a los laicos prejuicios y a la vez arrebata la pasión. Una llamada a ser fiel al origen de todo, a la condición humana, a seguir a ese Francisco que “había vuelto a la inocencia primera” (p.173), al no-poder que da la entrega.


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