martes, 24 de octubre de 2017

Gustavo Martín Garzo: No hay amor en la muerte. Por Jorge Sanz Barajas

Martín Garzo, Gustavo: No hay amor en la muerte. Destino, Barcelona, 2017. 204 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (Profesor de Literatura Española, Colegio El Salvador, Zaragoza; e-mail: jsanz@jesuitaszaragoza.es).

El amor fronterizo de Dios: Martín Garzo novela a Abraham e Isaac 

Gustavo Martín Garzo es uno de esos escritores cuya narrativa gana seguidores conforme avanza el tiempo. Tiene el don de la intemporalidad; sus relatos carecen de fecha de caducidad porque tienen la virtud de enhebrarse en esas emociones que resurgen sin importar la coyuntura que los ampara: las relaciones entre padres e hijos, entre el amor y el deber, entre la letra y el espíritu, entre las obras y las palabras… 

Garzo siente especial predilección por personajes que escuchan sus propias voces, que miran tanto hacia dentro cono hacia fuera, que se contemplan como herederos de la creación. Grandes novelas como El lenguaje de las fuentes (1994), no han dejado de ganar adeptos entre lectores y críticos: en ella, José, que ha recibido el regalo del matrimonio con María, vive atormentado por el amor tardío, la distancia de su amor, los ángeles que rondan sus vidas, los silencios y las voces que interpretan ese extraño mundo en el que se gesta el hijo de Dios. María aparece en este relato como una joven adolescente manca de la mano derecha, una forma de humanizarla, de desacralizarla, de embellecerla desde su carencia; era, tal cual ha explicado alguna vez, como si alguien arrojara una piedra contra una hermosa vidriera a fin de revertirla al cristal que fue en su origen; devolverle su humanidad significaba rescatar el eterno femenino y abajarlo a su condición de mujer concreta, humilde y asombrada. José quedaba así a expensas de los celos, la incertidumbre y el dolor, un sacrificio para el que no fue convocado, una lección sobrevenida de humildad. Dieciocho años después, publica la bellísima Y que se duerma el mar (2012), fábula sobre la Virgen niña cuyo título toma de un verso de Simónides de Ceos; en esta novela incorpora ya algunas de las estrategias narrativas que explota en No hay amor en la muerte: la habilidad sugestiva de los narradores orales como la misteriosa Abigail, que se hará eco de los primeros años de María en Emaús, los relatos de los mercaderes Leví y Yehuda o las bellas historias de Diótimo y Jafira en Alejandría, pueblan la historia de ángeles zoomórficos o antropomórficos que invitan a soñar, como el incierto pero único camino capaz de llevarnos al conocimiento primario.

La novela que hoy reseñamos habla de todas aquellas paradojas que acompañan al amor filial, quizá la más extraña y poderosa forma de amar, capaz de llevar a lo sublime pero también a la autodestrucción. El relato bíblico actúa como soporte: Abraham y Sara, ya mayores, usan a la concubina Agar para engendrar a Ismael, pero Dios les concede tiempo después un hijo tardío, de nombre Isaac. Abraham lo amará hasta la locura, pero Jehová le pedirá su sacrificio como prueba de su amor. Martín Garzo recoge con acierto la perspectiva de Isaac, que crece rodeado de voces femeninas extrañas, y contempla con perplejidad el sentido del deber de su padre, cuyo final vaticina el holocausto. Isaac crece tratando de comprender las relaciones entre Abraham y Sara, y la de ambos con él, en la misma clave en la que intenta leer la suya con Rebeca ante Esaú y Jacob. 

Desde una perspectiva técnica, la novela se presenta con una cierta complejidad que exige un lector avezado y paciente; alejada de la literatura de consumo, la prosa de Martín Garzo nos lleva a un trance hipnótico con una sintaxis carente de pausas que configura un discurso segmentado en versículos. Se trata de una cuidada prosa lírica que goza de la tensión de la narración y el ritmo del verso. La musicalidad del texto recrea por momentos la atmósfera de una salmodia, donde los pensamientos de un Isaac maduro se enhebran a las voces de las mujeres, y lo cuida como si fuera una melodía silábica. Los grandes temas –el amor, la muerte, el temor, la locura, la obediencia, el sentido del deber– se encadenan en sorprendentes fraseos de escritura tersa pero tensa. 

Pero, ¿por qué escoger precisamente este episodio del Génesis? Martín Garzo ha insistido en más de una ocasión en que debemos releernos en nuestros mitos fundacionales. La necesidad de recuperar la noción de criatura está en el mito del Génesis. El problema estriba, quizá, en que hemos perdido la conciencia de criatura en beneficio de la de creadores de cosas, pero no de la vida. La religión cumplió su función durante siglos al liberarnos de la tentación de sentirnos dueños de las cosas; mientras nos consideramos usufructuarios de la creación, respetamos el legado que nos ha sido concedido, pero cuando pasamos a considerarnos propietarios y creadores de tan generosa entrega, usurpamos al resto de las generaciones venideras el regalo del que somos hijos y, quizá asesinos. La ciencia, dice Martín Garzo, nos enseña cómo funciona el mundo, cómo transformarlo, pero no nos explica cómo vivir en él. Los límites éticos de esos campos están encriptados en los mitos fundacionales: leerlos a la luz de la fantasía significa hidratarlos de nuevo, iluminarnos con ellos.

El peso de la paternidad es quizá el asunto más poderoso de la novela. ¿Hasta qué punto el amor paterno-filial está condenado al fracaso? Quizá convenga leer la novela en esta clave: ¿hasta qué punto no estamos destruyendo la esperanza en el disfrute de la creación a las generaciones venideras? ¿No es acaso ese el sacrificio ritual que estamos ofreciendo a un dios extraño, el del crecimiento, que nos pide doblegarnos a su voluntad destructora sin ofrecer bien alguno a cambio, salvo un extraño cumplimiento del “deber”? ¿Nos mirarán las generaciones posteriores como Isaac contempló a Abraham, el padre que por un momento doblegó el amor ante el deber? ¿Acaso este “deber” no enmascara nuestra propia sordera, nuestra propia cobardía, nuestra propia insensibilidad? 

No hay amor en la muerte, le dice Rebeca a Isaac al unirse a él en una noche de velatorios, como si nunca fueran a estar tan cerca como en aquel momento. También Isaac percibe amargamente que nunca estuvo tan cerca de su padre como en el momento en que este bajó el puñal. El amor deja de estar en las caricias para cobijarse en los alrededores de la muerte, como si Abraham solo pudiera saber qué es la vida en su frontera última. Y los hijos, ¿cómo entenderán lo que hacemos por ellos, si en realidad lo estamos haciendo por nosotros? 

Pero del mismo modo que en la novela, el amor de Abraham parece crecer junto al sentimiento de culpa. ¿Cómo podrá Isaac retraer la toxicidad inherente a ese amor que emana del remordimiento? Abraham parece convertir ese dolor en deuda, un compromiso que se puede satisfacer, pero ¿será capaz Isaac de entenderlo? ¿Y de convertirlo en herencia fecunda? Las cuestiones que laten bajo la piel de este relato son: ¿cómo verán los hijos lo que hacemos por ellos?, ¿qué huella dejará en ellos nuestros sacrificios a otros dioses?, ¿cómo entenderán ellos el amor filial?, ¿cómo atenderán la creación que les ha sido legada a modo de deuda? 

La novela de Martín Garzo es profunda y perturbadora. Tiene un lector: aquellos que crecimos creyendo a pies juntillas que aquel sacrificio era ineludible a los ojos de Dios, aquellos que temblamos de terror al pensar que nuestro padre quizá fuera también depositario de ese requerimiento divino, aquellos que estuvimos a punto de creer que el amor era subsidiario de la virtud, de la fuerza, de la patria; aquellos que fuimos educados en la convicción de que el esfuerzo, la abnegación y el sufrimiento eran las más hermosas de las caras del amor y, al mismo tiempo, devastamos la creación en que debía desplegarse esa pasión amorosa y nos creímos con derecho a consumir nuestros dones como si fueran solo nuestros y de nadie más. 

Me arriesgo a vaticinar que esta novela, como otras tantas grandes novelas de Martín Garzo como las que hemos comentado, tendrán lectores si estas preguntas no pierden sentido en el futuro. Y estoy seguro de que los tendrán: y de que tendrán más lectores que los que tienen ahora mismo. No hay amor en la muerte es una novela condenada a la madurez. 

La subyugante voz narrativa le corresponde a un senil Isaac que responde a las preguntas de las esclavas en cuya tienda se recogía de niño. Como sucede en la Comala de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, vamos descubriendo que esas voces ya no existen sino en su mente y en su recuerdo. Se trata de un extenso delirio en dieciséis secuencias poemáticas que se despliegan ante el lector siguiendo la forma de los versículos bíblicos; en el criterio de segmentación importa más, como decíamos, el ritmo poético que el temático. El riesgo que asume Martín Garzo es considerable, y eso es lo que hace de este relato algo doblemente valioso: decía Scott Fitzgerald que ya nadie los entendía porque ellos siempre habían tenido una biblia sobre la mesa de trabajo y, tras la crisis, ya nadie conocía aquellos viejos relatos. Las novelas de William Faulkner son herederas de aquellos terribles pasajes del Antiguo Testamento que devoraba en la oficina de correos donde trabajaba. Thomas Mann caminaba sobre estos mismos senderos bíblicos: hay en él más exégesis del mundo moderno desde la biblia que en cien teólogos. Martín Garzo ha decidido rescatar el estilo mítico en un tiempo en que no está de moda hacerlo. Toma como motivo una parábola de Kafka sobre Abraham: sus excusas fútiles alargan la vida de Isaac. Quizá hagamos lo mismo: preguntar una y otra vez a Yahvé qué quiere que hagamos, porque lo hemos olvidado o quizá tuviéramos algo que hacer al mismo tiempo. Una humorada de Kafka, como tantas, que esconde nuestra propia incapacidad para el deber y, quizá, para el amor también. Abraham e Isaac: nosotros mismos.

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