miércoles, 3 de enero de 2018

Ricardo Menéndez Salmón: El Sistema. Por Jorge Sanz Barajas

Menéndez Salmón, Ricardo: El Sistema. Seix Barral, Barcelona, 2016. 328 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (Profesor de Literatura Española. Colegio “El Salvador”, Zaragoza. E-mail: jsanz@jesuitaszaragoza.es).

El Sistema, última novela de Ricardo Menéndez Salmón, inquieta de la primera a la última línea. Si es cierto que la realidad supera a la ficción y que las metáforas tienen una inexplicable tendencia a desplazar el elemento irreal a la realidad y viceversa, esta novela es un acta de defunción: la de la sociedad de la información o la del capitalismo avanzado o como prefiramos llamarlo.

El lector hallará una prosa precisa y bella, cincelada al milímetro como si cada frase fuera la última que ha de escribirse. Pocos autores como Menéndez Salmón para atrapar una nota musical y convertirla en palabra, dar cuerda al reloj de las sensaciones internas u horadar el alma compleja de las emociones. Todo, absolutamente todo, queda removido. Esto es lo mejor de las novelas de Salmón: una vez cierras el libro, esas mociones interiores siguen latiendo. Lo peor: tardan en apagarse. No es fácil leer a Salmón, ya que su claridad mueve al complejo territorio del espanto.

La novela aborda la forma en que el “Sistema” se ha ido forjando y la manera en que se desintegra. El “narrador”, un lingüista formado en la “Boca” del sistema, habita en la frontera, frente al mar. Del “Sistema” sabe que se ha ido desconfigurando en islas que integran un archipiélago. Todo el planeta reconoce un territorio como propio y el resto como ajeno. Así se conoce también a sus habitantes. El “narrador” vive en ese “limes”, observando el mar, esperando la llegada de los bárbaros como Giovanni Drogo en la novela de Dino Buzzati. Teme el desembarco de quienes solo desean la destrucción del “Sistema”, salvajes que no hablarán la lengua ni respetarán las leyes que ordenan la parte civilizada de la tierra. Su existencia es plácida y solitaria en la frontera. El oficio del “narrador” consiste en relatar un mundo carente de conciencia de culpa, perfecto y cerrado en sí mismo. Cada quince días recibe la visita incómoda de su mujer y sus hijas, nacidas como propias pero, en realidad, ajenas para él, porque la enajenación es otra de las poderosas metáforas que cercan esta historia. Es un fiel producto del “Sistema”: carece de curiosidad y registra tan solo la realidad. O quizá no. Un día, oteando el horizonte, tiene una extraña epifanía: lo que ve y la forma en que lo ve le da la vuelta a todo su mundo conocido. Y cree verse a sí mismo desde fuera, enajenado, siendo ya otro.

Esa extraña visión le alejará para siempre de su paraíso desolado. Arrumbado en la cama de un sanatorio, incapaz de soñar debido a los efectos de una extraña droga, la T29, se hace consciente de que ha dejado atrás su parte animal, precisamente la que le hace humano: “no solo me he equivocado de peripecia, sino de especie biológica. Soy un conejo de Indias, no Espartaco sublevado”; un hombre enmudecido que, pudiendo escapar de su cautiverio, regresa a él por temor al exterior. El “Sistema” acaba por restar lo que suma: la imaginación, la posibilidad, el deseo, todo eso que es capaz de enunciar el modo subjuntivo, se consume. Solo queda lo indicativo, la piel de las cosas, la superficie. El “Sistema” no necesita siquiera ordenar: le basta con anular lo posible.

Pero del mismo modo que acabó cayendo Roma, que subsistió en cierto modo para generar un centro y desmarcar de él la periferia, al “Sistema” le adviene el día de la catástrofe. El “narrador” es destinado por esos ajenos a un extraño barco, de nombre “Aurora” (sí, como el crucero en el que detonó la Revolución Rusa), un arca de la alianza donde viajan en perfecta proporción de múltiplos y divisores de doce, ajenos y propios con el fin de buscar el “Dado”, el centro del universo, la inteligencia de la que todo dimana, el Aleph. El “narrador”, con sus cuadernos bajo el brazo, un extraño juego de mesa con 14.400 fichas negras y blancas y otras tantas casillas, e infinitas preguntas sin respuesta, registrará no solo lo que ve sino lo que no consigue ver.

Las imágenes religiosas se suceden. Menéndez Salmón alude a que somos animales simbólicos que necesitan de la metáfora y de la sinestesia como alimento espiritual. El “narrador” sabe que no hay huella sin relato de manera que es conminado a escribir la odisea por la pareja de mellizos que guía la nave. La vida de los habitantes del barco está condenada a buscar. Ellos son esclavos de sus preguntas y dueños de todo lo demás: es decir, de nada. La única redención posible para los pasajeros de la nueva arca es la búsqueda de ese centro. Quizá haya en el planeta archipiélago algún estuario donde las aguas que entran y salen, confluyan en algún relato comprensible. El “narrador” comprende que el orden del “Sistema” era artificial, una obra de ingeniería, y que todo sistema tiende a la entropía, a la materia oscura, al caos. La rebeldía no es más que un gesto estéril, un nuevo fracaso prometeico. Somos animales domesticados. Recuerda el “narrador” aquel juicio a Dios que fiscalizó Lunacharski en enero de 1918, y que acabó con su fusilamiento en forma de unas salvas al cielo. Todos los mapas, todas las enciclopedias, todos los documentos acaso no sean sino sombras de un hombre perdido en el tiempo, ingenierías del engaño, antidepresivos contra la catástrofe.

Las huellas del relato bíblico resuenan en muchos momentos, pero con una lectura bien distinta: el ave que llevaba consigo la rama de olivo es ahora un pelícano que muere en cubierta, de cuyo buche salen peces muertos. Uno colea aún, pero nadie se molesta en empujarlo de nuevo al agua. La contemplación de la muerte es quizá la única certeza que les queda a los últimos habitantes del “Sistema” y del “Contrasistema”. Unos días antes, una mujer que se había arrojado por la borda, se dejó arrastrar por la gravedad de su peso. La vida, dice Salmón, es una piedra que cae en el agua, un paréntesis, una pausa. La muerte, quizá la única certeza que se registra. El mundo es un relato forense. La trinidad, un niño que llora, una mujer que lo consuela y un hombre deshecho en preguntas. Al fin y al cabo, no somos más que un punto de vista. Del mismo modo que la caída de Constantinopla para los propios, fue la Conquista de Estambul para los ajenos. “Sueño de una sombra, el hombre”, dejó dicho el verso suelto de Píndaro y recogido por Salmón. Memento mori.

Y el centro, el “Dado”. ¿Sería consolador o desolador descubrir que vivimos en un mundo fractal donde cada uno de nosotros somos una pieza de la representación del todo y, al mismo tiempo, el todo representado en una sola pieza de manera infinitesimal? ¿Una pieza de ese juego de diez docenas por diez docenas de casillas? ¿El negativo y a la vez el positivo de una fotografía?

Vivimos en tiempo de distopías. Es un género que emerge siempre que las preguntas son aproximadamente el número cúbico de respuestas. Me gustan, especialmente, las de Jorge Carrión, las de Don DeLillo, las de Vonnegut. Esta de Menéndez Salmón no dejará tranquilo a nadie. Recoge buena parte de sus inquietudes pero las despliega sobre un mapa narrativo mucho más ambicioso: cómo llegará el mundo a su colapso. El lector hallará los motivos recurrentes de sus relatos y novelas: hay huellas de “Panóptico”, un relato que publicó dentro del volumen Los caballos azules (2003), persiste la búsqueda de consuelo –atención a esta palabra porque es una de las llaves en la novela– (Derrumbe, 2008), tintinean las terribles cadenas de memoria y de olvido que unen a padres e hijos (Niños en el tiempo, 2014), se retoma la búsqueda de la salvación (La ofensa, 2007), se evoca la capacidad de la pintura (si en Derrumbe eran los cuadros de Bacon, aquí es la Lección de anatomía, de Rembrandt), se escenifican el poder de la imagen, del simulacro o del horror como semilla del origen de Europa (El corrector, 2009; Medusa, 2012).

El lector encontrará, insisto, todos los motivos salmonianos. Las novelas de Salmón vienen del desencanto y van hacia la esperanza, hacia un mundo legado a nuestros hijos, un mundo que hay que parir desde nuestra propia impotencia. Es, como decía Casavella, el guía mestizo de la tribu, el tipo del que nadie se fía porque dice cosas incómodas y quizá también sea él un traidor. La belleza le redime pero la contemplación le condena. No hay abrigo donde guarecerse cuando uno lee a Salmón. No hay cueva donde esconderse. No hay tregua. Abras o cierres el libro, ahí estará lo que cuenta, como una sombra extraña, imposible, en un día nublado.

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