viernes, 25 de mayo de 2018

Natalia Ginzburg: Todos nuestros ayeres. Por Jorge Sanz Barajas

Ginzburg, Natalia: Todos nuestros ayeres. Lumen, Barcelona, 2016. 353 páginas. Traducción de Carmen Gaite. Prólogo de Elena Medel. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (Profesor de Literatura Española, Colegio “El Salvador” de Zaragoza. E-mail: jsanz@jesuitaszaragoza.es).

La épica de la vida cotidiana

Celebramos en 2016 el centenario de Natalia Ginzburg. Presagiábamos un repunte editorial importante, pero en ningún caso que el esfuerzo de la editorial Lumen por reeeditar varios de los mejores libros de la escritora italiana vivieran varias reediciones en este 2017. Natalia Ginzburg es una de las imprescindibles. Si usted quiere tirar del hilo del que pende buena parte de la mejor literatura actual, ese cabo tendrá sus iniciales. Hoy le recomendamos quizá su mejor novela, Todos nuestros ayeres, una espléndida narración sobre la segunda guerra mundial pero sin la guerra, un estudio sobre todo aquello que palpita antes del dolor extremo, sobre todo aquello que se presiente, sobre el miedo. 

Podríamos haber reseñado cualquiera de sus libros porque son excepcionales, pero hemos escogido esta novela porque la vida de la autora corre pareja a la de Anna, la protagonista, y sin embargo tiene la cautela de marcar una distancia suficiente para que el relato tiña de emoción la lectura sin enturbiar la prosa de exceso, retórica o afecto. La prosa de Ginzburg tiene la virtud de actuar como detergente natural contra el exceso de grasa narrativa; es a la prosa lo que Karmelo Iribarren es a la poesía: lija con tal suavidad las palabras hasta dejarlas en el hueso que luego no hay manera de leerlas en otra parte sin que te parezcan sucias. Hay autores cuyo estilo se adhiere y no hay modo de despegárselo (García Márquez, por ejemplo: tras su lectura, el ritmo de su prosa mancha todo lo que uno escribe), pero el de Ginzburg es especial: no hay manera de encontrarle los interruptores y los circuitos porque no los hay: escribe con una sencillez y una limpieza absolutas, pero su prosa tiene una profundidad abisal: ¿Cómo es posible escribir tan hondo con un lenguaje tan sencillo? Solo el arte sabe la respuesta. A ella le gustaba decir que ser la hermana pequeña le había privado de atenciones, así aprendió a aprovechar el poco tiempo que le dejaban en casa para contar las cosas importantes que le pasaban.

A uno le gusta imaginar a la jovencita Natalia Ginzburg pidiendo la palabra entre sus hermanos mayores Gino, Paola, Mario y Alberto, tomando clases de francés y de piano en aquella casa del clan Levi en Turín, hija de Giuseppe Levi, un profesor de anatomía de estirpe judía y librepensador, casado con Lidia, una católica liberal que permitirá que a su hija la eduquen en la laicidad. Su primer encargo fue traducir À la recherche…, de Proust; le mostró unos folios a Leon Ginzburg, que a la postre se convertiría en su marido: le parecieron un desastre pero se enamoró de aquella lectora infatigable. Se casaron al año siguiente. Lucharon juntos en la resistencia italiana. Leon murió en 1944 en la cárcel romana de Regina Coeli dejando esposa y tres hijos pequeños. Natalia ya había escrito El camino que va a la ciudad (1942) y estaba trabajando en Y eso fue lo que pasó (1947), pero la novela que le catapultó a la fama llegaría cinco años más tarde, Todos nuestros ayeres (1952). Si quieren completar la panorámica vital de la escritora, uno no sabe si conviene leer antes la autobiográfica Léxico Familiar (Premio Strega 1963)… En cualquier caso, vale la pena leerlas uno junto a la otra. Natalia Ginzburg es junto a Alberto Moravia, Italo Calvino, Giogio Bassani o Cesare Pavese, la mejor prosa del siglo XX italiano.

El mundo de Todos nuestros ayeres está hecho de hombres que se van al frente, mujeres que se quedan en casa, personajes que siempre vagan como los restos de un naufragio, con la misma incertidumbre con que Cela tituló La Colmena (Caminos de incertidumbre). Anna vive en una casa desencajada por la guerra: hija de un hombre que se pasa media vida escribiendo unas memorias con las que descabezará el fascismo al tiempo que tiraniza a su primogénito Ippolito, a punto de licenciarse en derecho, al que obliga a teclear cada noche las páginas que escribe. El resto de los hijos sobrevive a su aire: la voluble y enamoradiza Concettina trata de terminar su tesina sobre Racine, el pequeño Giustino se limita a hacer lo que la sociedad espera de él, y Anna vive semiescondida en un segundo plano que le permitirá observar todo con una distancia extrañada. Anna sabrá que su madre falleció poco después de su nacimiento; también conoce que fue una mujer tan elegante como asustadiza, y que quizá la muerte le llegó a tiempo de salvarla de tanto horror. Cuando el padre fallezca, los cuatro hijos vivirán con la Señora María, que ya cuidó a su abuela y ahora se ocupará de su crianza. La abuela derrochó todo su dinero en viajes y de ella ahora solo queda el recuerdo de lo que fue y el vacío que heredaron. Anna crece en ese segundo plano en que la vida te protege de las miradas ajenas y te permite mirar con asombro. En la casa de enfrente viven Danilo, pretendiente de Concettina, Giuma, Emmanuele y Franz, con los que compartirá los años de crecimiento aunque su experiencia le diga con el tiempo que nunca llegas a conocer a los demás, por mucho que vuestras vidas se entrecrucen. La profundidad de Anna radica en gestos minúsculos y cotidianos que se le elevan con toda levedad a niveles de conciencia. La forma en que Natalia Ginzburg explica la aparente simplicidad de Anna es tan sencilla y delicada que deja las palabras temblando en el aire: Anna es “un insecto que no sabe más que de la hoja de la que está colgada” y su marido será “una hoja grande para ella”, un territorio vital estrecho pero suficiente para respirar sin ahogarse.

La segunda parte de la novela narra el desencuentro de Anna en la soledad de su nuevo hogar, en el Sur, rodeada de cerdos, piojos y seres que no encuentran donde sellar su existencia. Entonces aparecerá Cenzo Renna, viejo amigo de su padre, viajero infatigable y librepensador como su progenitor, y todo se desencajará de nuevo. Cenzo será quien rompa el mundo de los insectos al que todos se han habituado.

La prosa de Natalia Ginzburg es una herencia generacional. Todos escriben limpio y exento de retórica, pero es tan difícil escribir como se habla sin que se descubra la trampa… Ginzburg emplea un estilo dialogal sin diálogos (los odiaba en la novela): la vida es, en esencia, lo contrario de la retórica. Desnudez y pulcritud como los delantales de esas mujeres solitarias, resignadas, cadenciosas, silenciosas, siempre alerta, que pueblan sus relatos. Las metáforas son tan sencillas que el lector pasa por ellas como si se deslizara: “La guerra no era como ellos se creían; seguían pasando las cosas de todos los días, solo que con cortinas negras en las ventanas”. Las atmósferas de sus novelas, en especial la que nos ocupa, Todos nuestros ayeres, revelan una concentrada limpieza, una pulcritud tan simple como cotidiana. Los personajes respiran en esos espacios con calma aparente, ajustándose al tiempo en que viven como los insectos adoptan la forma de la corteza del árbol en que se sostienen. Pero todo es calma aparente: conforme la lectura se ajusta a la madurez que Ginzburg exige, el lector entiende que las percepciones evolucionan tan despacio como la cadencia de la respiración, imperceptible pero imparable. Uno no sabe cómo le han llevado hasta allí, pero desembarca en el territorio de la vida, con pocas palabras, las justas, las imprescindibles, las de esa niña que nunca dejó de serlo del todo y que aprendió a contar lo esencial con tanta sencillez que parecía naturaleza viva.

Porque Ginzburg no necesita echar mano de palabras ajenas para explicar lo propio: para ella, Dios es “como un trozo de vela que llevamos en las manos y que parece siempre a punto de apagarse”. Es engañosamente sencillo. Escribir así es dolorosísimo. Decía Ginzburg que alcanzar esa simplicidad supone un sometimiento absoluto a lo que el verbo se refiere, y cuando el verbo lo pide. No le resultaba fácil: “nunca fue un consuelo, una distracción, una compañía”; escribir es una condena ante la que “hay que apretar los dientes y servirle, cuando él nos lo pide. Entonces nos ayuda a mantenernos en pie. Pero si quieren entender quién fue de verdad Natalia Ginzburg, les voy a recomendar Pequeñas virtudes (1962). Allí esboza una ética inquebrantable: “No el ahorro sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero. No la prudencia sino el coraje y el desprecio por el peligro. No la astucia sino la franqueza por el amor y la verdad. No la diplomacia sino el amor al prójimo y la abnegación. No el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber”.

De Natalia Ginzburg, decíamos, cuelgan muchos devotos (Ignacio Martínez de Pisón, Antón Castro, Jenn Díaz, Daniel Gascón, Jonás Trueba, el malogrado Félix Romeo). Es una literatura tan tersa y, al mismo tiempo, tan honda, que no deja de sobrecogernos. Quien se acerca a ella cae en sus redes. Aprieta pero no ahoga. La vida, sí, pero menos, con Natalia Ginzburg.

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